Yo pensaba que estaba enamorado. A lo mejor lo estaba, aunque no creo. Era un enano de ocho años, aborrecía el colegio y las clases, apoyaba la cabeza sobre el pupitre y pasaba el rato mirándola, así se hacía más llevadero. Muchas veces, la señorita Matilde se daba cuenta e interrumpía mi fijación en Marga y sus pecas: “La pizarra está aquí, muchacho (nunca aprendió mi nombre)”. Me ponía rojo. Los demás reían, yo no. A mí los comentarios de Matilde no me hacían gracia, se pintaba demasiado la cara y aún así me parecía una vieja bruja y no la soportaba. La odiaba. Decía que mi caligrafía era peor que la de un niño de primero, lo que incitaba a que mamá me condenara todas las tardes a repetir frases tontas en aquel cuadernillo asquerosamente infinito. Había que escribir entre las líneas, con la letra bien redondita. “Maldita Matilde”, puse una vez, sin hacer caso a lo que mandaba la frasecita de turno, y me pareció un juego de palabras graciosísimo. Después lo borré para que no lo viera, pero lo seguí pensando. Aunque reconozco que a finales de enero de aquel curso, cuando murió, me sentí fatal. Primero estuvo dos semanas sin venir a darnos clase porque se encontraba mal -y yo, de maravilla-. Después la enterraron. Algo culpable sí me sentí. Quise descartar la hipótesis de que yo tenía una especie de psicopoderes, pero por si acaso me prometí que no volvería a desear la muerte de alguien, ni de refilón. Fue la primera vez que oí hablar del cáncer, lloré.
La clase estaba afectada, pero vino otra maestra más joven y más simpática para reemplazarla. Además, ésta sí aprendió mi nombre. Yo seguía creyendo que estaba enamorado de aquella niña rubia y pecosa, Marga. Nunca hablábamos: yo no me dirigía a ella porque me gustaba tanto que me daba vergüenza, así que, para no desanimarme, pensaba que ella tampoco me hablaba por lo mismo. Esa teoría me permitía seguir ilusionado pero dejaba demasiados cabos sueltos. Vamos, no ataba ni uno ni medio. Así que ideé una estrategia para medir cuánto me quería la niña. Yo entraba siempre el primero a clase y colgaba mi chaqueta en una de las perchas que había a lo largo de la pared. Después me sentaba en mi pupitre y, desde allí, le seguía el rastro para ver qué hacía ella con su chaqueta: si la dejaba cerca de la mía suponía que era porque le gustaba.
Muchas veces nuestros abrigos estuvieron uno al lado del otro, yo me emocionaba y ya hacía planes de boda. No siempre era así. Después de mucho observar y medir la distancia de nuestras prendas, caí en que la proximidad entre la chaqueta de Marga y la mía dependía de donde colgara su abrigo Raúl, el chico que, según pude comprobar, le gustaba. Sé que prometí que no volvería a desearlo ni de refilón, pero no pude evitarlo.
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