martes, 20 de julio de 2010

Ellos se quedan allí

Un señor abre la puerta de un todo terreno y le pregunto –con gestos– si se va. Me dice que sí con la cabeza y retrocedo, marcha atrás, unos dos metros. Cuando sale, introduzco el coche en el aparcamiento en batería que ha dejado libre el 4x4. Ha salido de cara, por tanto, cabe suponer, cuando aparcó, decidió hacerlo de culo. En estos tiempos que corren, son muchos los que se decantan por entrar de culo para, luego, poder salir de cara. Hacer primero lo difícil, sacrificándose, para que lo fácil quede para el final. Supongo. Pero no me siento identificado con esa corriente, así que lo meto de frente.
Bajo del coche y compruebo que la tendencia a estacionar marcha atrás en los aparcamientos en batería es tal que los dos vehículos inmediatamente paralelos al mío están de cara a la vía, es decir, han aparcado de culo. Me imagino a sus respectivos conductores poniendo primera para salir orgullosos del parking, de frente, cómo no.
Cruzo la calle y llego hasta la puerta del parque donde está ella. Dos besos, primero. Inmediatamente, le pregunto si lleva mucho tiempo esperando. Dice que no, que menos de un minuto. Pues menos mal, es nuestra primera cita. Me he dado cuenta de que es tan guapa como me pareció el viernes pasado en aquel bar -¡BIEN! No fue cosa del alcohol-, pero eso, en todo caso, se lo diré más tarde, si es que procede. Decidimos tomar algo en alguna terraza, por ejemplo, ésa que hay al otro lado del parque.
Ella pide granizado de limón. A mí no me apetece tomar nada, de modo que pido un nestea. Tardan un poco en servirnos, pero por fin lo hacen. Cuando ella bebe el primer sorbo, dice que está buenísimo y me ofrece probarlo. Le contesto que vale y, efectivamente, está muy bueno. Le digo que mi nestea también lo está y le devuelvo la oferta. Entiende la broma y se ríe ¿Cuándo ha estado buenísimo un nestea?
Nos miramos con la sonrisa en la boca. Creo que me he quedado en blanco. El silencio se alarga hasta que recupero la compostura y disparo:
- ¿Tú cómo estacionas en los aparcamientos en batería?
- ¿Cómo?-, pone una cara muy graciosa de sorprendida.
- Sí, ya sabes, se puede aparcar de frente o de culo…
- Pues yo no lo hago de ninguna de las dos formas.
- ¡Venga ya! Entonces, ¿Cómo?
- Es que no conduzco.
- Ah…
Me pide que le aclare a qué viene esa pregunta. Y le explico que creo que la forma de aparcar tiene que ver con la personalidad de cada uno. “¿Cómo lo haces tú?”, quiere saber. La invito a que lo compruebe. Pago el granizado y el nestea -qué mal me sabe pagar el nestea-. Nos montamos en el coche. El mío, evidentemente. Doy marcha atrás y nos vamos, no diré adónde. Mientras salimos de esa calle, da la impresión de que los coches que están estacionados de cara a la vía -o sea, los que fueron aparcados de culo- nos miran celosos con los faros apagados. Ellos se quedan allí.

lunes, 31 de mayo de 2010

Yo grapo

No sabía que en el segundo cajón de la mesita de mi cuarto hubiera una grapadora, y menos que ésta fuera naranja con un soporte negro. Me hubiese venido muy bien hace unos días cuando necesitaba grapar unas cuantas hojas, pero desconocía su existencia, así que me tuve que conformar con un clip que estaba algo doblado y no aseguraba que las páginas se mantuviesen adjuntas por mucho tiempo.
Ahora, con la grapadora en la mano, pienso: ojalá me hiciera falta grapar algo. Pero no. Bueno, de todas formas, voy a probar si funciona bien. Grapo dos hojas rayadas con garabatos y cosas sin sentido- en una pone "Y estaba el señor don Gato...", diría que fue el aburrimiento, pero tiene mi letra- y compruebo que el funcionamiento de la herramienta naranja es óptimo. Doblo las hojas por la mitad y uno las cuatro esquinas. Me ensaño y grapo tambien los bordes. La verdad es que va muy bien, cómo no la había descubierto antes. Los papeles están llenos de grapas y ya es muy poco para mí , he de pasar a otro nivel: grapo aquellas hojas contra un tablero de corcho que tengo en mi habitación. Necesito más. Cojo una revista de un grosor considerable y, con 4 grapas, la invito al club del corcho. Observo una foto sujeta al tablero por una chincheta, y aplico un grapazo en la frente de cada uno de los que salimos en la imagen. El siguiente paso es la pared, pruebo a grapar una hoja en blanco, pero, después de dos intentos fallidos, me doy cuenta de que me he quedado sin munición. Tengo que descubrir a cuánto está la grapa en el mercado, es decir, en la papelería.

domingo, 23 de mayo de 2010

Televisiva

He soñado que era un líder político muy influyente. No sé de qué ideología. Estaba dando un mitin en un pabellón inmenso abarrotado por miles de personas. Focos y cámaras: yo era el centro de atención y estaba muy excitado. Recitaba un enérgico discurso que parecía muy convincente; todos los allí presentes se levantaban de sus asientos y aplaudían a rabiar. Nunca me ha interesado ser político, pero reconozco que ha sido una experiencia muy emocionante.
Me despierto. Recién levantado, me propongo beberme un vaso de leche, pero veo que en la nevera hay zumo de naranja Don Simón y en el paquete pone que éste es resultado de exprimir una selección de las mejores naranjas, en cambio, nadie me asegura que el producto lácteo provenga de las mejores vacas. Opto por el zumo y enciendo la tele. Lo hago para romper el silencio, pero no le presto mayor atención. Me concentro más en leer lo que pone en el paquete de zumo, por lo visto está exprimido en una planta de Huelva. De repente, oigo mi voz excitada desde el televisor, miro y soy yo dando un mitin en el mismo pabellón inmenso y con el mismo público entregado que en el sueño. Flipa con la TDT, me digo. Dejo de lado el zumo y le subo voz para oír qué digo, por curiosidad más que otra cosa. Paro, vivienda, terrorismo... nada interesante. Me aburro, cambio de canal y sigo leyendo el envase. Eso sí, me he dado cuenta de que tengo que recortarme un poco la barba... no es muy televisiva, que digamos.

sábado, 22 de mayo de 2010

De refilón

Yo pensaba que estaba enamorado. A lo mejor lo estaba, aunque no creo. Era un enano de ocho años, aborrecía el colegio y las clases, apoyaba la cabeza sobre el pupitre y pasaba el rato mirándola, así se hacía más llevadero. Muchas veces, la señorita Matilde se daba cuenta e interrumpía mi fijación en Marga y sus pecas: “La pizarra está aquí, muchacho (nunca aprendió mi nombre)”. Me ponía rojo. Los demás reían, yo no. A mí los comentarios de Matilde no me hacían gracia, se pintaba demasiado la cara y aún así me parecía una vieja bruja y no la soportaba. La odiaba. Decía que mi caligrafía era peor que la de un niño de primero, lo que incitaba a que mamá me condenara todas las tardes a repetir frases tontas en aquel cuadernillo asquerosamente infinito. Había que escribir entre las líneas, con la letra bien redondita. “Maldita Matilde”, puse una vez, sin hacer caso a lo que mandaba la frasecita de turno, y me pareció un juego de palabras graciosísimo. Después lo borré para que no lo viera, pero lo seguí pensando. Aunque reconozco que a finales de enero de aquel curso, cuando murió, me sentí fatal. Primero estuvo dos semanas sin venir a darnos clase porque se encontraba mal -y yo, de maravilla-. Después la enterraron. Algo culpable sí me sentí. Quise descartar la hipótesis de que yo tenía una especie de psicopoderes, pero por si acaso me prometí que no volvería a desear la muerte de alguien, ni de refilón. Fue la primera vez que oí hablar del cáncer, lloré.
La clase estaba afectada, pero vino otra maestra más joven y más simpática para reemplazarla. Además, ésta sí aprendió mi nombre. Yo seguía creyendo que estaba enamorado de aquella niña rubia y pecosa, Marga. Nunca hablábamos: yo no me dirigía a ella porque me gustaba tanto que me daba vergüenza, así que, para no desanimarme, pensaba que ella tampoco me hablaba por lo mismo. Esa teoría me permitía seguir ilusionado pero dejaba demasiados cabos sueltos. Vamos, no ataba ni uno ni medio. Así que ideé una estrategia para medir cuánto me quería la niña. Yo entraba siempre el primero a clase y colgaba mi chaqueta en una de las perchas que había a lo largo de la pared. Después me sentaba en mi pupitre y, desde allí, le seguía el rastro para ver qué hacía ella con su chaqueta: si la dejaba cerca de la mía suponía que era porque le gustaba.
Muchas veces nuestros abrigos estuvieron uno al lado del otro, yo me emocionaba y ya hacía planes de boda. No siempre era así. Después de mucho observar y medir la distancia de nuestras prendas, caí en que la proximidad entre la chaqueta de Marga y la mía dependía de donde colgara su abrigo Raúl, el chico que, según pude comprobar, le gustaba. Sé que prometí que no volvería a desearlo ni de refilón, pero no pude evitarlo.